martes, 26 de agosto de 2014

tabú (ejercicio norte de papel ((17 de 30))



Puede haber sido ese primer viaje en avión a los 20 días de haber nacido. Incluso unos meses antes de eso, el viaje por tierra en la panza de mamá. Empecé a moverme tanto que tuvieron que pegar la vuelta y yo tuve que sacarme las ganas de llegar a Nueva Orleans 34 años después. Es muy difícil para mí separar los viajes con la familia de la fantasía de la vida nómade, porque de alguna manera así me crié, viviendo 2 años en una ciudad, 2 años en otra, planeando entre todos las rutas que recorreríamos cuando ganáramos ese motor home del sorteo. Cuando a mis 16 años hacía ya tres que vivía en Buenos Aires, tuve un período en que despertaba o llegaba a casa del colegio con el impulso de vaciar mi cuarto y volver a mudarme. Empezar de nuevo en otro lado. No echar raíces.

Si pienso en los orígenes de mi manera particular de soñarme viajando, más allá del modo familiar, me remonto a aquel verano de mis 7 o 6 años en que fui al circo que todos los años visitaba Mar del Plata. Papá, siempre repartiendo información exótica, nos contó cómo vivían los artistas de circo: constantemente viajando de ciudad en ciudad, vivían en casas rodantes, en vagones de tren o trailers que se enganchaban para iniciar la travesía y se desmontaban al llegar a destino, para armar esa pequeña aldea al otro lado de la Gran Carpa Circular donde sucedía la magia. Amé y alimenté tanto las historias que imaginé sucedían en esa vida itinerante como la fantasía de convertirme algún día en trapecista. Mi madre quiso disuadirme en seguida: viviendo así no podés tener una familia, no es una vida para vos. Pero yo ya sabía que la mecha estaba encendida, y aunque me costó casi treinta años tomar el trapecio por las astas, un día arranqué. A los tumbos, impulsivamente, sola. Y así, explorando el mapa en busca de mi primer destino encontré esa ciudad que me atrajo como una flor amarilla a una abeja de otoño: Incesto.

En Incesto ocurre un fenómeno muy particular: nadie sale a la calle, porque todo lo que necesitan lo tienen puertas adentro. Así, todas las casas están provistas de una huerta y una cabra o vaca, un generador eléctrico solar, un pozo de agua potable, un baño seco, una biblioteca, un hogar o estufa a leña para calentar y cocinar, ventanas bien grandes. Nadie tiene vicios, por eso no necesitan salir a comprar tabaco, o drogas, o alcohol, o dulces. Todo es muy ordenado en las vidas de estos habitantes, y todo queda en la familia. Así, los aprendizajes son muchísimo más valiosos. Los habitantes de Incesto están convencidos de que nadie mejor que una madre o una hermana para iniciar sexualmente a un niño. La preparación ocurre desde el momento en que nacen. Eso permite que se revele también la tendencia hetero, homo, bi o poli sexual de la criatura. Durante mi estadía en Incesto, conocí a Dioniso Ofilo, de 25 años, que vive en el predio Dos Hermanos. Él tuvo su etapa de transvestismo a los 4 años; se reveló poligamo a los 6, durmiendo con su hermana, su madre y su tío al mismo tiempo (lo que también revela la tendencia poli de los otros participantes del hecho); a los 10 ya estaba enamorado de su primo y a los 14 entendió que el amor y el sexo no son la misma cosa. En cambio, Sila Preta, del barrio Sagrada Familia, eligió a su padre al nacer, y sólo él fue el depositario y dador de amor cariñoso, sexual y paternal durante toda su vida, hasta sus 45 años de hoy.

Sin embargo, nada es como parece. Hay almas rebeldes, ambiciosas, sensibles, silenciosas, escondidas en este pueblo. Algunos saben - porque en algún libro lo leyeron - que hay piedras bellísimas en ciertos lugares de la tierra y por eso Jacinto Silva ha estado cavando un pozo debajo de su cama durante los últimos 10 años, siguiendo mapas subterráneos elaborados por él mismo, para llegar hasta el lugar donde descansan las amatistas y los topacios. Otros, como Rancia Puleta, se escapan por las noches para revisar los restos de comida de otras casas, porque el aroma desconocido que se huele en lo del vecino a la hora de la cena ha despertado en ellos una curiosidad obscena. Por último, están los que se aburren de confirmar su patriotismo incestino en los genitales de sus sobrinas, y escapan para siempre a un monasterio budista o a los confines de la tierra, o simplemente al primer pueblo donde las cosas sucedan puertas para afuera y desprolijamente.

1 comentario:

  1. Si se preguntan cómo conocí a Dionisio, les cuento que en este pueblo el servicio religioso dominical se cumple a rajatabla, y hay que aprovechar para conocerlos en esa ocasión, la única en que salen oficialmente del rancho.

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